domingo, 5 de julio de 2009

La mer

Las cosas que me dan felicidad siempre son chiquitas. Literalmente, un objeto de pocos centímetros le toca timbre a mi señora alma y ella le abre chocha sin preguntar "¿quién es?". Pero, a esta regla, le cabe esta excepción: el mar.

Un recuerdo que, de tantas veces fijado, se tornó onírico: voy en el asiento trasero del auto, cosa coherente con mi ser que ama dejarse manejar, que lo paseen. Hace calor porque es verano, y estamos llegando a un pueblito orillero de algún mar. Mis ojos recorren las casas de la calle por la que vamos. El auto gira a la derecha o a la izquierda, y allí aparece en el horizonte, al final de la calle: él. El mar. Está ahí, sumergiendo toda la calle y las casitas en su fondo. Y lo contemplo extasiada.

Pero ese éxtasis dura muy poquito... porque acto seguido comienza a golpearme la ansiedad de cronopio enloquecido, y trato de domar mis palabras para no atormentar al conductor (aunque no dejo de decir dos o tres veces "che, ¿no podemos ir más rápido hasta la playa y después buscamos un hotel?"). Y es así como nublo la vista para recién abrir los ojos cuando estamos más cerquita, y ahí poder hacer lo que quiero: abro la puerta y, de un salto, comienzo a correr hacia él. Y no paro hasta tener mis pies mojados. Hasta quitarme el pareo (ya venía prepararísima, ligera de ropa) y ponerme de costado a las olas y remarlas con gusto a sal.

No sé si me hubiera gustado nacer en un pueblo costero. Porque no sé si el deseo sería el mismo con él ahí al lado todos los días. Probablemente sí, porque mis características compulsivas son tan mías como la necesidad de actuar bizarramente de vez en cuando. Pero no tengo ganas de envidiarle nada a ningún surfer. Y quiero seguir pensando que la espera acrecienta el deseo.


(freudianos, abstenerse, ¡no me arruinen el momento!)

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